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Danny siempre había sido un niño diferente, por eso no me alegré cuando Javier comenzó a juntarse con él. Yo no sabía cómo manejar la situación, pero no quería ser como uno de esos padres que le decían que tenía que parar. Cuando Javier me contó que había jugado con Danny el primer día durante el recreo, recuerdo haber pensado, “oh, no…”
Ha pasado un mes desde aquel día y todavía pregunto todas las tardes si alguien se quedó ese día sin recreo. Esa es mi forma de averiguar si Danny o Javier se metieron en problemas. De esta manera no parece que estoy culpando a Danny. Las primeras veces que pregunté, daba la impresión que Javier siempre me estaba contando algo raro que había hecho Danny para meterse en problemas: tirando bolitas con la boca, derramando leche en las papas majadas de otro estudiante, corriendo por los pasillos, etc. No cosas malas, sino cosas que mostraban falta de respeto. A medida que pasaban los días, o Javier se dio cuenta de que yo estaba hasta la coronilla con las locuras de Danny o que él no se estaba metiendo en tantos problemas. Yo había aceptado que Danny pasara aquí esta noche. Los chicos estaban entusiasmados con la idea de pasar la noche afuera en la carpa y yo había dispuesto lo necesario para que ellos hicieran malvaviscos, que tuvieran una fogata y que disfrutaran de los placeres de estar casi solos en medio de la naturaleza. “Mamá, ¿dónde estás? Este es Danny.” Yo miro fijamente a Danny. Parece agradable. Su recorte de pelo lo hace lucir menor que sus ocho años, es decir, suponiendo que es de la misma edad de Javier. “Hola, señora.”
“Llámame Ana.”
“Danny, ¿quieres ver el cuarto de Javier?” pregunté.
Danny me sonrió y ahí mismo quedé atrapada. Sus claros ojos azules se iluminaron y en su mejilla izquierda había un hoyuelo pequeño, pero visible. Di una palmadita en la espalda a Danny. “Estamos felices con tu visita”, le dije.
Llevé a los niños por el corredor hasta el cuarto de Javier. “¿Qué es esto?”, preguntó Javier. “Puesto que esta es la primera vez que acampan, pensé que necesitarían piyamas apropiadas. Yo adiviné tu talla, Danny; espero que te sirva.”
Danny miró las piyamas, mientras Javier simplemente se encogió de hombros. “¿Es este el baño?” Yo asentí con la cabeza. Unos momentos después salió Danny con la piyama nueva puesta. Estaba un poco larga, pero le servía. El niño que yo había imaginado como problemático parecía tan dulce. Me rodeó con sus bracitos delgados. “Es maravillosa…” dijo Danny.
Podía ver lágrimas en sus ojos, y yo lo apreté aún más fuerte. “Me alegra que te guste, Danny”, le dije.

¿Qué había hecho la mamá de Javier antes de que llegara Danny?